Es uno de los fotoperiodistas que más crisis humanitarias ha cubierto en profundidad (hasta el punto de que volvió a Pakistán un año después de las graves inundaciones que asolaron el país en 2010) y uno de los más aplaudidos y laureados del mundo. Por eso Visa pour l'Image expuso en septiembre uno de sus reportajes sobre el ébola en África occidental, el mismo trabajo que le reportó el Pulitzer unos meses antes. Este australiano de origen ucraniano no escatima detalles acerca de su trabajo para Getty en áreas devastadas por desastres naturales. Desastres en los que siempre son protagonistas las personas.
¿Qué te condujo hacia la fotografía?
La fotografía fue algo que conocí mientras crecía. Me daba la posibilidad de capturar momentos y conservar la memoria. Eran fotos de mi familia, de las excursiones con el colegio. Pero ni siquiera en el instituto o la universidad pensé que podría hacer carrera con la fotografía. Fue cuando comencé a viajar que me di cuenta de que con mis fotos podía experimentar cómo eran las diferentes culturas y conocer mejor el mundo.
¿Qué fotógrafos te han inspirado?
Muchos: Salgado, Cartier-Bresson... James Nachtwey fue uno de los que más me impactó tras ver su trabajo en una exposición del World Press Photo hacia finales de los 90. Pero no fue solo su trabajo sino también el de otros fotoperiodistas. Yo hacía fotografía de deporte, pero aquello me hizo conectar y darme cuenta de que había historias de personas reales en el mundo. Aquello motivó mis deseos de implicarme en el fotoperiodismo.
Foto: Ivan Sánchez (Quesabesde)
Te has involucrado principalmente en historias sobre crisis humanitarias. ¿Qué es lo que te interesa de esas situaciones?
Contar la historia de personas que de otra manera no se conocería. Y en ese sentido, en las crisis humanitarias ocurren demasiadas cosas sobre las que si [los periodistas] no estuviéramos ahí el mundo no sabría nada de ellas. Sacar a la luz estas situaciones puede llamar la atención de la gente. Tengo la esperanza de que a través de mis imágenes el espectador logre conectar y sentir empatía con la gente que aparece en ellas, y ojalá que les inspire a hacer algo al respecto.
Con respecto a tu trabajo sobre el ébola, ¿cuál de estas historias personales de las que hablas te ha impactado más?
La foto del chico que está siendo transportado. Pertenece a una escena que viví en Monrovia durante la primera semana de septiembre [de 2014]. Las cifras de infectados habían comenzado a dispararse en la capital. El sistema sanitario ya era frágil a causa de muchos años de guerra y no estaba preparado para hacer frente a una crisis como esa. Los hospitales estaban cerrando. Incluso las instalaciones que Médicos sin Fronteras tenía en aquel momento solo disponían de cien camas, cuando en realidad hacían falta unas 500 o mil. Pero ni siquiera era posible porque el personal médico no estaba preparado.
Así que aquellos días había gente tirada fuera de los centros de atención médica. Cuando la gente moría dentro sacaban los cuerpos fuera y metían a otros 10 o 20. No había espacio. La gente moría sin atención en sus propias casas, de camino [a los centros médicos] transportados en taxis y ambulancias.
Esa mañana la pasé cubriendo el trabajo de un equipo en una ambulancia. Primero llamaron para ver cuántos pacientes habían muerto en una clínica. Cuatro, y ese era el número de los que podían ingresar. Nos encontramos con una familia de cinco personas, y tuvimos que dejar a un chiquillo en casa. Pero durante el trayecto un miembro de la familia murió. Al llegar a la clínica nos dijeron que estaban al completo, así que al final solo ingresamos a tres personas de aquella familia.
En ese momento me encontré frente a un padre cuidando de su hijo, James, que se encontraba muy débil y con mucho dolor y solo quería estirarse en el suelo. Su padre intentó darle primero algo de agua para beber y luego agua de coco, pero James se negaba, y cuando bebía la escupía. Fue entonces cuando la gente se dio cuenta de que estaba cogiendo a su hijo y comenzaron a gritarle que se mantuviera alejado. Alguien incluso le tiró unos guantes.
La ambulancia con la que llegué se marchó, pero yo me quedé allí unas cuantas horas, fotografiando a la gente que estaba esperando para entrar en el hospital. Algunos estaban demasiado débiles para siquiera moverse. Entre ellos James.
James, el niño de ocho años que acabó muriendo víctima del ébola. | Foto: Daniel Berehulak (Getty Images)
Me había quedado allí todo el día para saber qué iba a ser de James. Hacia el final del día comenzó a temblar, y todo el mundo pensó que había muerto. Al cabo de unos minutos nos dimos cuenta de que aún respiraba levemente. Fue justo en ese momento cuando las puertas del hospital se abrieron, y todos los que tenían fuerzas se levantaron y corrieron adentro para ser atendidos y conseguir una cama.
Fui a hablar con la gente del hospital y les dije que había un niño fuera que necesitaba atención médica. Me dijeron que vendrían a recogerle. Les llevó casi media hora, que es el tiempo que tardan en ponerse el traje y en asegurarse de que está sellado y seguro para transportar a un enfermo de ébola. Al llegar, uno de ellos tenía parte del cuello desprotegido, así que tuvieron que transportarlo con los brazos extendidos para que el cuello no se expusiera al contacto con James. Muchos sanitarios murieron porque se infectaron durante los primeros estadios de la epidemia.
Me quedé con su padre, y me contó que llevaba enfermo cuatro días en los que le habían rechazado en otras clínicas, hasta que lo trajeron aquí, donde tuvo que esperar todo el día para que lo ingresaran. Al cabo de unos días contacté con el hospital para interesarme por él. Descubrí que James, que tenía ocho años, había fallecido poco después de ser ingresado.
Debió de ser muy arriesgado trabajar allí.
Sí, lo era. Era muy arriesgado porque es un virus que solo detectas por los síntomas, pero más allá de eso resulta invisible. Era algo que nunca había cubierto antes, así que fue muy importante tener cerca a mi colega John Moore, que me ayudó en temas tan importantes como el traje y los guantes que necesitaba llevar, la cinta para sellarlo o el cloro [para desinfectar superficies].
Salí a fotografiar de esta guisa una docena de veces, pero algunas comunidades negaban la existencia del ébola y acusaban al gobierno de haberlo creado o de ser algo que habían traído los extranjeros. Así que imagínate cómo podía ser llegar a una de estas aldeas vestido con algo que parece un traje espacial. En Kini mataron a varios sanitarios porque veían llegar a personas vestidas así y a otras muriendo.
En una zona donde el nivel de educación es bajo y se mantienen muchas tradiciones tribales que implican tocar el cuerpo del muerto en la despedida el virus se propaga con facilidad. En estos lugares es necesaria mucha educación.
En la imagen superior, el padre del que está considerado el primer paciente infectado de ébola en la epidemia de 2014, en Guinea
The New York Times Magazine publicó una serie de retratos tuyos sobre gente que luchó contra el ébola. ¿Cómo surgió este otro planteamiento?
Estos retratos son parte del mismo encargo. En total fueron 103 días en cuatro viajes para The New York Times. El primero fue en Liberia durante 67 días. Comencé con estos retratos a partir de la sexta semana. Habíamos trabajado en muchas historias, y el asunto es que las escenas se parecían demasiado: las casas de los enfermos, recoger los cuerpos, el transporte en ambulancia… Fue un desafío darle a este reportaje un punto de vista distinto.
Trabajé con una reportera que también era doctora. La idea era trabajar durante horas en una clínica en la jungla, a las afueras de Monrovia, documentando el desafío que suponía para la gente de la clínica y de la comunidad fuera de la ciudad.
Un día le comenté a mi editor que la gente allí era asombrosa. Había un granjero y un taxista que se quedaron sin trabajo, estudiantes universitarios, sanitarios que venían de otras regiones o de países como Estados Unidos, Kenia, Costa de Marfil, España o Francia que estaban arriesgando sus vidas para ayudar.
Llegaron allí en el momento de máxima histeria en Estados Unidos y no entendían el sacrificio que estas personas estaban haciendo, así que quisimos centrarnos en los trabajadores que atendían la salud de los pacientes. La idea fue hacer una serie de retratos para que en todo el mundo se conociera mejor la labor de estas personas. Eran unos 40, de los cuales fotografié a casi todos y entrevistamos a unos 25.
En una ocasión comentaste que con las inundaciones en Pakistán te obligaron a trabajar en las situaciones más complicadas. ¿Cuál fue la mayor dificultad a la que te enfrentaste?
Con un encargo de esas características lo más difícil es moverse, ser capaz de viajar de un lado a otro, especialmente cuando se trata de una extensión tan grande. Semana tras semana las aguas que inundaron el país no dejaron de avanzar desde las partes elevadas hasta las más deprimidas al sur, en el puerto de Karachi.
El principal desafío era moverme por las vastas extensiones de cultivo para poder contar la historia. Se trataba de hablar de gente que había perdido desde miembros de su familia hasta su forma de sustento, como granjas y cosechas, lo que luego les obligó a endeudarse para poder empezar de nuevo tras las inundaciones.Todo ocurrió a gran escala. Hubo 20 millones de desplazados; dos millones de personas en los alrededores de Islamabad se vieron afectadas. Toda esta gente estaba en movimiento, alejándose del agua. El verdadero desafío fue mantener aquella historia en las noticias durante unas seis semanas. Me hice un corte en la pierna que se infectó y tuve que volver a la India durante unos días para el tratamiento. Después regresé porque quería continuar documentando las inundaciones.
Nunca he visto una catástrofe de estas magnitudes, con tantos desplazados y tanto sufrimiento. Mucha gente no tenía qué comer ni dónde cobijarse. A nivel logístico aquel momento fue uno de los encargos más duros que he tenido.
¿Planeas la historia con antelación antes de cubrir una catástrofe de estas características, donde precisamente es difícil prever lo que te vas a encontrar?
Yo intento no plantearme una narrativa antes de llegar, porque creo que si fuese con una idea de lo que voy a ver eso afectaría mi forma de ver la escena y por consiguiente mi manera de cubrirla. Intento leer lo máximo posible antes de llegar, establecer contactos ya sea con oenegés o servicios de rescate.
Es mejor descubrir por uno mismo cómo está la situación en el propio terreno. Solo cuando llegas a estos lugares puedes entender lo que está pasando. Voy a contárselo al mundo, así que es mi obligación tener una visión amplia, evaluar la situación una vez estoy en el terreno, verla con mis propios ojos y encontrar la mejor manera de explicarla.
Regresaste un año después para volver a fotografiar a algunos protagonistas de aquellas historias. ¿Es posible que un tema así vuelva a ser noticia pasado un año?
Una de las cosas que me interesa, además de cubrir aquello por lo que está pasando la gente durante un desastre, es cómo esas personas hacen frente a la situación al cabo de 12 meses. La mayoría de las veces cubrimos una historia que capta la atención del mundo, que ve esa crisis, esa epidemia, ese desastre natural o causado por la mano del hombre, y [cuando deja de ser noticia] creen que se ha acabado. Pero la realidad es que cuando nosotros nos vamos, la gente se queda allí conviviendo con todos los problemas que deja ese desastre.
Para mí también es importante volver para descubrir cuáles son los nuevos desafíos de esa gente, cómo han cambiado las cosas, qué más se puede hacer por esas personas…
Es cierto que trabajar para Getty te obliga a darle un enfoque de noticia de actualidad. Pero al cabo de un año me surgió la oportunidad de volver, así que hablé con mis editores y les dije que estaba realmente interesado en regresar a Pakistán porque era una historia muy importante para el país, que había quedado gravemente afectado.
Además, a nivel personal había fotografiado a mucha gente en situaciones peligrosas por culpa de las inundaciones, gente a la que de no haber sido por aquello, no habría conocido nunca. Quería descubrir quiénes eran, saber qué había sido de ellos. Porque a través de mis fotos se les había visto en todo el mundo y sentía que era mi obligación como periodista averiguar lo máximo de ellos.
Así que cogí las fotografías que había hecho el año anterior y recorrí los mismos lugares para encontrarles, saber dónde estaban ahora, qué les había ocurrido durante ese tiempo, por qué dificultades habían tenido que pasar.
También cubriste la devastación desencadenada por el tsunami de Japón. ¿Es muy diferente trabajar en una situación de crisis humanitaria en un país desarrollado?
¿Sabes qué es lo más increíble? Que cuando se da una crisis humanitaria de estas magnitudes poco importa si se trata de un país desarrollado o no. La devastación en Japón fue enorme, hubo poblados y comunidades que quedaron completamente barridas por las riadas. Al norte, la ciudad de Rikuzentakata fue completamente arrasada. Un año después, conduciendo por la zona, el navegador del coche indicaba que estabas allí, pero mirases donde mirases todo había quedado absolutamente plano: no quedaba nada.
Creo que en las zonas más desarrolladas hay una red de ayuda algo más eficiente, pero en momentos así todo queda paralizado. Aunque se trataba de un país desarrollado como Japón, no solo fueron los destrozos que causó el tsunami: también estaba el riesgo de la radiación nuclear. El gobierno tenía ayudar a los afectados, pero también hacer frente al problema del reactor y su impacto sobre la comunidad que vivía en la zona.
Aunque haya mejores infraestructuras, cuando las cosas se ponen tan feas es igual de terrible.
Artículo publicado en www.quesabesde.com
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